domingo, 20 de junio de 2010

Supervivencia.


No podía imaginar que algún día iba a salir de este horror. No podía creer que algún día iba a estar tranquilamente sentado leyendo el periódico, como hacía todos los días antes de ir a luchar en ese infierno. Pero para llegar a ese estado de calma tenía que hacer unos cuantos sacrificios, y con ellos empezaría mi historia.

Estaba sentado en la mesa de la cocina, esperando que viniese mi madre para hablar con ella, porque ya habíamos desayunado.

El día anterior, mi madre me dijo que había llegado una carta muy importante, pero mi padre se la había llevado al trabajo, y yo tenía que ir allí a hablar con él para que me dijese qué decía esa carta. Yo le prometí a mi madre que iría a verle, y ella me advirtió de que, últimamente, había mucho peligro en las calles y también me aconsejó que fuese discreto y que evitase que la gente se enterara de que era soldado.

Para mí, ser soldado era un orgullo. Dar la vida por tu país y los tuyos era algo muy significativo para mí. Pero también entendía que no eran tiempos fáciles y que tenía que tragarme mi orgullo y guardar un "secreto", por lo menos hasta que se acabase mi permiso.

Ese mismo día fui a ver a mi padre. Era policía, y por lo tanto, trabajaba en comisaría. Todos sus compañeros me conocían y recuerdo perfectamente que fui a saludarles uno a uno: no sabía cuándo podría volver a tener otro permiso, pero no parecía que ese momento fuese a llegar muy pronto.

Cuando entré en el despacho de mi padre me quedé sorprendido: tenía el mismo aspecto que hacía cinco años. La misma colocación de los libros en la estantería, el mismo felpudo en la entrada, hasta los bolígrafos que estaban en el escritorio eran exactamente los mismos que había la última vez.

Tampoco había cambiado el color de las paredes, seguían siendo de ese color verde pistacho que yo tanto odiaba.

En ese mismo instante en el que estaba acabando mi "reconocimiento del terreno", entró mi padre y venía con muy mala cara.

- ¡Padre! Mucho tiempo sin verle, ¿eh? He estado hablando con madre y me ha dicho que usted tenía algo importante que decirme sobre una carta.
- ¡Hijo mío! ¡No has cambiado nada! Pero eso está bien, ya sabes que para mí, siempre serás mi niño -. Intentó bromear, para que no me diese cuenta de que algo andaba mal.
- Si usted lo dice... Padre ¿pasa algo? -. Le pregunté.
- Eh, bueno... Sí. Tiene que ver con esa dichosa carta. Como puedes ver, hay mucho criminal y ladrón suelto, últimamente, y ya han empezado a atacar el sur del país los soldados del país vecino.
- Sí, madre me ha comentado esta mañana algo de eso, pero sigo sin entender lo de la carta -. Insistí.
- Me temo que tendré que darte una mala noticia -. Me advirtió.
- Estoy preparado para lo que sea -. Respondí con firmeza.
- Verás, en la carta te dicen que no puedes continuar con tu permiso y que tienes que volver al frente. Te necesitan.

Cada una de esas palabras se quedó grabada en mi memoria. Sí, estaba preparado, pero realmente no para todo, o por lo menos, para eso no. Llevaba cinco años sin ver a mis padres y cuando me dijo eso, supe que iba a tener que esperar otros cinco para volver a verles.
Pero en ese momento entraron dos hombres armados y empezaron a disparar contra mi padre. Fue horrible, tuve que ver cómo asesinaban a mi ser más querido. Pero no tuve otra opción y salí corriendo. "Me necesitan", me repetía constantemente.

Ese mismo día llegué al cuartel, tenía que hablar con mis superiores.

Ellos me dijeron que yo era muy importante y que no me podían perder, así que me tuve que quedar a salvo allí, dentro, torturándome pensando qué le pasaría a mi madre y qué habían hecho con el cadáver de mi padre.
Después de treinta años, cada mañana me iba al patio de mi casa a leer el periódico en el que salía la noticia del asesinato de mi padre... Y aún sigo haciéndolo.

jueves, 13 de mayo de 2010

La amistad oscura.

Tantos años de trabajo para nada. Esfuerzo y sudor para acabar de esta manera. Siempre pensando en avanzar, en mejorar, para así poder afrontar el futuro.
Todo empezó por hacerle caso:

-Sólo es un poco más de dinero, un poco. Luego todo saldrá bien y la empresa te lo devolverá. Ya verás... ¡Esto sí que son negocios!- me dijo.
-Bueno, vale. Pero me lo tienes que devolver. Enserio, Roberto, necesito ese dinero.

Y así un negocio tras otro, más y más dinero. Poco a poco me fui quedando sin nada, con muchas deudas y necesidades sin cubrir. Tenía que alimentarme y vestirme, y cada día costaba un poco más.
Al final conocí a una amiga que se convirtió en la mejor en ese momento, cosa realmente difícil porque hacía tiempo que nadie se acercaba a mí.
Estaba con mi amiga casi a diario. No podía dejarla. La gente se empezó a dar cuenta de mi nueva amistad. Acabé encerrado en cuatro paredes blancas durante unos meses.
Cuando ya estaba rehabilitado intenté rehacer mi vida, con una novedad: me habían regalado un perro y un gato para hacerme compañía. Empecé a trabajar, lejos de los negocios, y me mudé a otra ciudad. Pensé que iba a salir adelante, pero me equivoqué otra vez.
Tuve problemas, pero esta vez no por dinero sino por mi amiga. Nos volvimos a encontrar.
Por su culpa me veo todos los días en la calle durmiendo en cartones, con mi perro y mi gato, que me ayudan a pedir dinero.
Esto es un infierno. No vale la pena esforzarse para luego fracasar así. En esta vida estás solo.

lunes, 10 de mayo de 2010

Cuarteto inspirado en Maruja Mallo.




En clase de lengua he escrito un cuarteto, usando una foto de Maruja Mallo, como motivo de inspiración, que nos puso Marisa.
Maruja Mallo fue amante de Alberti, Miguel Hernández y Pablo Neruda.
La foto fue hecha en las costas de Chile cuando estaba con Neruda.

Cuarteto:

Cubierta de algas está
esperando esta mujer
que tiene ganas de ver
a su ardiente amante ya.


viernes, 23 de abril de 2010

Umbrío por la pena, casi bruno (Miguel Hernández).

Ésta es la presentación en la que se encuentra el poema "Umbrío por la pena, casi bruno", de Miguel Hernández.

lunes, 12 de abril de 2010

Una amiga.


Allí me sentaba todas las tardes a esperarle. Con mis ovillos de lana y sin aguja, día a día, iba tejiendo una preciosa bufanda.
Siempre venía a hacerme compañía. De esta manera hacía que la tarde, fuese mi momento favorito del día. Un momento en el que me olvidaba de todos los problemas que había en mi casa, de todos los gritos, de todos los golpes...
No me acuerdo exactamente cuándo la conocí, porque éramos muy pequeñas. Lo único que sé con seguridad es que hemos sido mejores amigas desde ese momento. Ella me ha demostrado lo que es la amistad: estar en los buenos y en los malos momentos, reír y llorar juntas, confiar plenamente la una en la otra, y muchas más cosas.
Una tarde tardó mucho en venir, y yo empecé a preocuparme. Me preguntaba si le habría pasado algo, pero, mientras estaba sumida en mis pensamientos, noté cómo alguien se acercaba. Era ella, y traía algo consigo: una cámara.
En cuanto traspasó el umbral de la puerta me hizo una foto.
Cuando me la dió, me hizo jurarle eterna amistad y que conservaría esa foto hasta el final de mis días.
Y aquí estoy, conservando y mirando la foto cada día. Aunque ella ya no está en este mundo, yo sigo cumpliendo mi promesa.

lunes, 8 de marzo de 2010

Fernando.


Ya estaba amaneciendo, y cada minuto que pasaba me hacía estar más nerviosa. Éste era el día en el que tomaría una de las decisiones más importantes de mi vida, una decisión que cambiaría mi futuro y que, quizás quizás, aseguraría mi felicidad... O tal vez no.
Fernando era un chico al que había conocido hacía poco tiempo, pero durante unos meses me demostró ser una gran persona y un buen amigo, que siempre me apoyaba en los buenos y los malos momentos. Representaba un papel importante en mi vida.
La decisión que estaba a punto de tomar era, si debería irme con él o no, lejos de la casa de mis tíos, en el campo. Mis padres habían muerto en un accidente de avión, y tuve que ir a vivir con mis tíos. No tenía que me atara a aquella casa, lo más lógico era irme con Fernando, pero aún así, no estaba segura.
Habíamos pensado en coger al mejor caballo que tenían mis tíos, e irnos en él, lejos de allí. Juntos empezaríamos una vida nueva con un montón de sorpresas por delante. Pero no aguanté y le dije lo que pensaba:

-Fernando, no estoy segura de lo que estamos haciendo.
-¿Estás asustada?- me preguntó. Había notado el miedo en mi voz.
-La verdad es que sí, Mira, yo te quiero, ¡muchísimo! Pero tengo miedo a lo que nos pueda pasar.- contesté.
-No estés así. No hay por qué tener miedo. Sabes que siempre estaré a tu lado. No hay nada malo que nos pueda separar ni que nos pueda hacer daño, y eso lo sabes.

No sé cómo lo hacía, pero siempre conseguía que viera las cosas de manera positiva. Aunque mi mente y mi corazón decían cosas distintas, le mentí:

-De acuerdo. Te haré caso.

Me acuerdo de que a la mañana siguiente fui directamente al establo y cogí el mejor caballo, uno de pelaje negro muy brillante, y monté en él.
No sabía a dónde me dirigía, pero no paré, seguía alejándome de aquella casa, de mi pasado. De todo lo que me ponía triste cuando lo recordaba, incluido Fernando.
Me dolía mucho esto, pero más me dolía decirle la verdad: estaba enferma y sólo me quedaban unos meses de vida.
No quería ilusionarle, para luego irme sin haber estado junto a él el tiempo que se merecía.
Al final llegué a un pequeño pueblo, y lo primero que hice fue ir a ver a un doctor. Me dejo quedarme en su casa el tiempo que me quedaba de vida.
Ahora estoy escribiendo en un cuaderno, la historia de mi vida. Dentro de unos días no podré volver a escribir, pero hice lo correcto, tomé una buena decisión y eso es lo que importa: seguí mi camino e intenté no hacerle daño a nadie.
Ya está amaneciendo, y cada minuto que pasa, me hace estar más nerviosa: sabía que era mi último día.

lunes, 22 de febrero de 2010

Deseo concedido.



El número de libros acumulados iba creciendo cada vez más. Cientos de historias escritas por mí y que se quedarían allí para siempre, no valían nada.
Siempre iba de editorial en editorial preguntando si podían publicar algunos de mis libros, pero siempre era la misma respuesta: "Ahora no podemos" o "Está bien, pero le falta emoción", y así, muchas más excusas. A pesar de todo, yo continuaba escribiendo novelas, aunque en el fondo sabía que para que las publicaran tendría que ocurrir un milagro.

Al ver lo mal que me sentaba, que no publicasen mis novelas, varios amigos míos empezaron a pedírmelas para leerlas y darme su opinión.
Sus opiniones eran tan positivas que no sabría decir si realmente estaban siendo sinceros o no, pero hubo una que me llamó la atención: la opinión de mi amigo Luis.

Parecía sincera y era buena:

- Me parece una novela interesante, me ha gustado, pero creo que deberías añadirle un poco más de suspense, y así la gente viviría con más emoción la historia.

- Vaya Luis, ¡muchas gracias! Yo pienso lo mismo que tú, pero no sé, últimamente no estoy animada y me cuesta ver las cosas desde el lado bueno.

- Pero podrías intentarlo. Mira, yo tengo un amigo que podría darte "publicidad", ya que trabaja en un mercadillo, y quizás venda tus libros-. Me animó él.

- Es una buena idea, y creo que voy a aceptarla. ¿Cuándo podrías venir a coger unos cuantos ejemplares?-. Le pregunté.

- Esta misma tarde porque estoy segurísimo de que lo va a hacer.

- ¡Muchísimas gracias!-. Contesté muy feliz.

- De nada, María, y ya sabes que puedes contar conmigo para lo que sea.

No pude despedirme con palabras, simplemente le sonreí, estaba muy emocionada, aunque no sabía que lo que vendría después me iba a sorprender tanto.
Por la tarde, Luis vino a mi casa, y juntos llevamos los libros hasta el centro. Una vez allí me indicó el camino y seguimos con los libros hasta llegar al mercadillo.

Todos los puestos tenían cosas interesantes, excepto uno al final del todo.
Era muy raro, pequeño y oscuro, no le llegaba la luz del sol.
En ese puesto se vendían bragas, de todos los colores y tamaños, pero únicamente bragas.
Allí trabajaba el amigo de Luis, y allí tuve que dejar el montón de libros.

Le hice una foto que más tarde envié a mis amigos por correo.
Se veían dos montones de libros y muchísimas bragas alrededor, azules, verdes, pequeñas, grandes...
Era algo vergonzoso, pero había conseguido mi sueño: vender mis libros.
Aunque fuera con un cartel que ponía: "POR LA COMPRA DE TRES BRAGAS TE REGALAMOS UN LIBRO". Pero lo había conseguido, y eso era lo que realmente importaba.